La estabilidad ha conquistado mi vida, que se ha convertido
en una línea recta, sin altibajos. Llegó sigilosa, lentamente, pero tropezó y
golpeó bien fuerte mi puerta. Pasó y hoy sigue aquí, sentada junto a mí.
No sé cómo enmarcar este momento, no podría etiquetarlo.
Puede que sea el mejor de mi vida, quizás el más tranquilo, que a veces peca de
aburrido, para volver arrasar de golpe con todo y luego recolocarlo, poco a
poco.
No hay soledad incómoda, no hay compañía hueca. Me he
detenido a sentarme cara a cara conmigo, he discutido, he odiado mi reflejo,
mis complejos, mi narcisismo. Me he cansado de ver el mismo panorama, he roto
con todo, desterrando mis raíces, pero manteniéndome en suelo firme. Dando mil
vueltas para olvidar de dónde venía y no visualizar claramente dónde me
encontraba. Cierro los ojos. Los abro. Ya no soy cómo era, pero sigo siendo. No
estoy donde me solía encontrar, estoy en algún sitio mucho mejor.
Nos mantenemos dependientes creyendo encontrar así nuestro
rincón perfecto, para luego darnos cuenta que estamos solos con nosotros
mismos, y no hay mayor fuerza que la de auto movilizarnos. No hay mayor odio
que el nuestro hacia nosotros, no hay mayor crueldad que la nuestra.
Hoy me sigo lamiendo las heridas que me he causado yo misma.
Pero he aprendido a no martirizarme por aquellos actos que no dependen
únicamente de mi misma. Dicen que hay cosas que no tienen solución, pero creo
que sí, que la mayor solución es la de la asimilación y aceptación, la cual suelen
denominar ‘derrota’, pero que a mí me ha supuesto una gran victoria.
Por poco me vencen los no-sentimientos ajenos, pero han
ganado los sentimientos personales.
Sigo creyendo en el amor verdadero, el amor propio.